
Desde las ruinas de Itálica me encuentro con ciudades invisibles, que se han hecho ciudades interiores, y lo que no pudimos ver emerge para zambullirnos en los orígenes. Son anchas y plurales las perspectivas desde las que tratar de vislumbrar el tiempo. Mi pensamiento se dirige hacia la ilusión de la vida por delante que se conjuga con la vida por detrás.
Empapada de este movimiento de existencia, del cambio pensante y sintiente, identifico mundo y cuerpo. Entre la pérdida encontramos el hallazgo de la belleza de la piedra, como nuestros huesos, nostalgia que ansían las rodillas y el dolor punzante del tiempo de sentirse existiendo y saberse extinguido. Hay una memoria en nosotros que viene de lejos y sirve como columna de apoyo, así como el musgo y áspero líquen se adhieren sobre nuestros recuerdos. La piel como el instante permanente que reúne a los contrarios, es sorprendente y familiar a la vez, porque se constituye a partir de una relación armónica de los opuestos donde se muestra lo que permanece y a la vez fluye y se organiza en sonoridades sucesivas.
Tomo el relevo de los que nos precedieron, nos enseñaron, nos acompañan y siguen siendo en nosotros. Me interrogo sobre qué hacer en este ahora y me respondo bailar como el transcurrir de una música, ritmo de voluntad, querencia de seguir caminando, de regarse de eternidades, de acoger encuentros vitales. Se hace danza enfrentándose a la desaparición, a la desubicación, a las múltiples resonancias de sí mismo y de los otros. La danza es el viaje que mide la obstinación del deseo, un espacio poético que encauza nuestra rebelión frente al paso del tiempo encarnada en el abrazo, el amarre carnal, el movimiento como símbolo de lucha y de gozo, una rebeldía creativa que nace de nuestras dos hambres fundamentales: de tiempo y de conocimiento.